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¿Cuánto tiempo es mucho tiempo?
La intervención de Felipe González en aquella reunión del Comité Nacional, por su fuerza y por su lucidez, supuso un profundo revulsivo entre los miembros del Comité. Entre ellos, Ramón Rubial, Nicolás Redondo, Enrique Múgica, Carmen García Bloise…
José María Maravall. Doctor en Sociología por Oxford, exministro, vicepresidente de la Fundación Felipe González.
La presencia visible del PSOE era escasa en una sociedad española muy turbulenta social y políticamente en 1969. Era la España del desarrollo económico y, a la vez, de agudos conflictos. En ese año el número de horas perdidas por huelgas ilegales (cerca de cuatro millones y medio) fue considerablemente superior al producido por huelgas legales en Francia (unos tres millones). En enero de 1969 se declaró el Estado de Excepción en todo el territorio español. En este contexto un grupo de jóvenes socialistas decidió romper con su aislamiento y asistir al Congreso Nacional del PSOE que se iba a celebrar en Bayona el 14 de julio de 1969. Eligieron como representante para intervenir en la reunión a Felipe González.
Los manuscritos de Felipe González reflejan bien la situación del PSOE como organización en aquel momento. Carente de dirección en el interior del país, la dirección ubicada en el exterior estaba anquilosada, bunkerizada, cerrada sobre sí misma, envejecida. Desconfiaba de todo aquello que viniera del interior de España y desconocía la situación que vivía el país. La intervención de Felipe González en aquella reunión del Comité Nacional, por su fuerza y por su lucidez, supuso un profundo revulsivo entre los miembros del Comité. Entre ellos, Ramón Rubial, Nicolás Redondo, Enrique Múgica, Carmen García Bloise…Dio lugar a que comenzaran lazos que culminarían en el Congreso de Suresnes en octubre de 1974, cuando el partido solo contaba con 2.548 afiliados, y que sería fundamental en la transformación del partido en el interior de España.
La situación era diferente respecto de las lealtades socialistas. Estas, por débil que fuera la organización, se hallaban latentes de forma muy extensa por todo el país. Su dispersión y su silencio habían conducido a que fueran muy infra-estimadas por la generalidad de los analistas políticos y por sus adversarios. Santiago Carrillo descartó, en Después de Franco, ¿Qué? (1965), cualquier posibilidad de que el PSOE recuperara tras el Franquismo el importante lugar que ocupó durante la Segunda República (con un 24,5% y un 20,9% de los votos en las elecciones de 1931 y 1936). Dos investigadores de inmenso prestigio, Juan Linz y Seymour Martin Lipset escribieron por las mismas fechas (1967) que “los más de treinta años que han pasado, los profundos cambios sociales y económicos en España…sugieren que apenas habrá continuidad”. Lo que se ha denominado “la ley mendeliana de la política” (la continuidad de lealtades políticas entre generaciones), detectada en las democracias, no habría sobrevivido a cuarenta años de dictadura.
Sin embargo, esas lealtades sobrevivieron. En el seno de familias y pequeñas comunidades se preservaba el recuerdo del abuelo que había sido concejal socialista en un pequeño pueblo o miembro de la UGT. La renovación del PSOE movilizó esas lealtades latentes. En las primeras elecciones de la democracia el PSOE obtuvo un 29,3% del voto. Los hijos de familias pro-republicanas se concentraron mucho en el PSOE: en una proporción dos veces y media superior a la del PCE.
La decisión de desplazarse a Bayona fue el inicio del despertar del socialismo. A partir de aquí pueden estudiarse mejor cómo, pese a la fragilidad organizativa, socialistas por todo el país fueron renovando lealtades generacionales y generando nuevas.
Carlos Gardel cantaba que veinte años no son nada. Sin embargo, veinte años después de esa decisión de viajar a Bayona y hablar en el Comité Nacional del PSOE, tras doce años de democracia, Felipe González escribió unas notas personales sobre la inminente campaña electoral en la España democrática. En esas elecciones, celebradas en 1989, volverá a ganar por tercera vez consecutiva y a gobernar con mayoría absoluta. Entremedias habían pasado muchas cosas y Felipe González había sido fundamental para el restablecimiento de la democracia. Perdió por poco las elecciones generales de 1977 y 1979, acordó lo necesario para que se elaborara la Constitución de 1978, defendió en primera fila la democracia cuando se desencadenó un golpe de Estado en 1981 o el gobierno de UCD afrontó el terrorismo contra la democracia. En 1982, trece años después del viaje a Bayona, el PSOE ganó las terceras elecciones. Obtuvo un 48,1% y la primera de sus tres mayorías absolutas consecutivas. Felipe González tenía entonces cuarenta años.
Desde el primer momento, Felipe González vivió una tensión fuerte entre gobernar y vivir. Una vez declaró que si tenía que haber sido “un joven viejo” se reservaba ser “un viejo joven”. En una entrevista de 1987, tras cinco años en el gobierno, declaraba “Yo no tengo vocación de ser presidente del Gobierno…Entre mis horizontes vitales nunca ha estado, por vocación, ocupar la Presidencia del Gobierno”. Coincidiendo con el momento en que escribió el texto en 1989, declaró que “Éstas son las últimas elecciones a las que me presento”: detestaba eternizarse en el poder. Como escribe en el texto, ello significaba vivir una vida solitaria, aceptar una distancia respecto de todos que difícilmente aguantaba. Declara estar “aburrido” y entender que todos deben estar aburridos.
Felipe González supo desde muy temprano lo difícil que resulta salir del poder. Le había impresionado Tage Erlander, Primer Ministro de Suecia durante 23 años, quien le confesó que dejó el poder en 1969 por haber llegado a considerarse “imprescindible”, lo que consideraba como una abominación democrática. Le parecía interesante cómo renunció Harold Wilson al cargo de Primer Ministro británico: anunciándolo por sorpresa en un Consejo de Ministros en 1976, con tres años de mandato por delante. Felipe González escribió su agobiada reflexión en vísperas de las nuevas elecciones de 1989. Le exasperaban las declaraciones políticas rimbombantes y huecas de las campañas, las fotos artificiales. Y exclama, con mucho énfasis, “¡hay que decir la verdad de lo que se piensa!”. Tras estos comentarios de cansancio y soledad, le esperaban todavía la victoria de entonces, en 1989, y la de 1993, tras una campaña ganada por el apoyo que él seguía suscitando.
Entendía que abandonar el cargo gozando de un apoyo mayoritario constituía un menosprecio a los ciudadanos; que dejarlo en momentos de crisis equivalía a huir. Finalmente, su salida se produjo en un momento personalmente muy favorable: tras una derrota electoral por 290.000 votos en las elecciones de 1996. Para él, “la mejor salida”. Para el PSOE, representaba afrontar lo que Max Weber llamó “la rutinización del carisma” en los cambios de liderazgo, un proceso generalmente muy complicado.